miércoles, 24 de septiembre de 2008

La señora del teléfono público

La señora del teléfono público pasaba las yemas de sus dedos por sus enrojecidos párpados y las gotas de lágrimas parecían sudor. En su espalda tenía una desgastada mochila y de zipper roto, que revelaba la ropa que llevaba en ella. A su izquierda le esperaban dos bolsas plásticas selladas con un nudo, que mostraban más de sus pertenencias, y a su derecha una niña pequeña, su hija. Llevaba puesta una camiseta color amarilla de dos veces su tamaño, un mahón roto y sandalias abiertas. Con sus cabellos levemente revueltos, trataba de controlar el llanto y mantener una conversación telefónica. Hacía múltiples ademanes, como si tuviese de frente a su receptor, gritaba, ignoraba las exclamaciones de asombro y lástima de los que presenciaban su breve conversación.

-¿A quién puñeta le cortaron la luz? ¿Ah? ¿Quién puñeta se quedó en la calle? A ti no te importa nada. Tú no te vas a quedar con ella. Voy ahora mismo para tu casa, no me importa que me boten. ¡La voy a matar!

Tuvo un silencio de cuatro segundos y continuó:

-¡Eres un hipócrita! ¿Por qué carajos me haces esto?

Mientras la niñita brincaba y corría por los predios del terminal de guaguas públicas, la señora levantaba cada vez más la voz.

-Y entonces, ¿qué hago yo? Sabes una cosa, ¡púdrete! Te odio. Vete al diablo, porque yo…, jelou, jelou?...

Se le acabó el tiempo en el teléfono. Quiso volver a llamar, pero las pocas monedas que le quedaban no le alcanzaban. Recogió todas sus cosas y se marchó.

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