martes, 18 de agosto de 2009

Lágrimas desnudas

"No me hubieras dejado esa noche,
porque esa misma noche encontré un amor.


Me abrazó al instante mismo que tú me dijiste adiós,
y no fue una gran tristeza,
fue como ir de menor a mayor…"  Esa noche, Café Tacvuba


<<..No me hubieras dejado esa noche>>


Ignoraste los dolores que te comenzaron en la tarde porque tus venas temblaban. Si hubieses podido, las hubieses arrancado de tus brazos. Te enterrabas las uñas en la piel sombría, andrajosa. Rascabas con desesperación tus brazos, tu cuello, tus piernas, tus antebrazos duros y llagosos. Esa noche esperabas con impaciencia a tu compañero, quien compartiría paz y relajación, al menos por unas horas. Pero cuando él llegó, los dolores en tu vientre se intensificaron y te retorciste en el suelo. Era un dolor intenso, profundo, en las caderas, en el torso. No lo pudiste controlar. No habías comido nada, tampoco tenías hambre, mas una eterna e infinita ansiedad. Instintivamente reaccionaste a las contracciones y once minutos más tarde, yo nací. Tú me dejaste para irte a volar.


<<... Porque esa misma noche encontré un amor>>


No eras feliz, tampoco sentías tristeza, ni soledad, ni nada. Saciabas tu ansiedad y tus deseos más profundos cuando sentías que aquella aguja te tocaba la piel, penetraba esa primera capa y llegaba hasta la sangre; cuando sentías ese pequeño pinchazo, seguido del escalofrío recorriendo por tu cuerpo, tu mundo se paralizaba. En cambio yo, ahí tirado en el suelo duro y húmedo, sobre unas páginas de diarios viejos junto a un bote de basura. Me sentía triste como un globo que se pierde entre las nubes sin conocer su destino, con un llanto profundo, incesante, que al parecer ningún ser humano escucharía… sólo una perra, que me lamió, limpió la sangre y se comió el cordón de mi ombligo. Se quedó conmigo y sentí calor. Esa misma noche, esa perra callejera me ofreció su amor. Ella, que parecía que estaba esperando tu momento de partir, parecía que lo sabía todo.


<<...Me abrazó al instante mismo que tú me dijiste adiós>>


La intensidad del calor de aquel animal era palpable. No importa lo desdeñable que estaba, para mí era hermosa. Sentía que me abrazaba fuerte, mientras que tú ni me mirabas. Dormías de manera grotesca, a sólo pasos de mí. Sin embargo, tenía hambre, mucha hambre y no había nada que ella pudiera hacer por mí. Mi llanto era profundo, fuerte, desde adentro del vientre. Nadie me entendía, nadie me escuchaba. Me cansé y dejé de llorar. No tenía fuerzas para nada. Me dio mucho sueño y quedé dormido entre sus patas.


<<…y no fue una gran tristeza>>


Abrí los ojos y tú no estabas, ella tampoco. En ese momento sentí el estómago tocando mi espalda. El dolor era tanto que no me permitía quejarme, el frío aún mayor. Las moscas se paseaban por mi cara y me hacían cosquillas. Las hormigas, los gusanos y los mosquitos, intentaban comerse mi cuerpo.
Fue la última vez que abrí lo ojos, no había nadie a quien mirar y los cerré. Ya no podía moverme, no podía gritar, ni siquiera sentí el hambre. Olvidé cómo respirar y no fue una gran tristeza. Sonreí. Dormí feliz. Nadie me despertaría.


<<...fue como ir de menor a mayor>>


Nunca supiste de mí. Cuando regresaste, ya no estaba. Pero ella, ella sí estaba allí, junto al bote de basura husmeando entre las páginas de diarios manchadas con sangre, y te vio. Sus ladridos estaban llenos de coraje y furia. Se quedó derecha y te miró con rabia directamente a los ojos.
Le ofreciste un pedazo de carne que te regalaron y comió junto a ti. Le hablaste, te desahogaste porque sabías que ella sí entendería tus palabras: “¿dónde está mi bebé?”, suspirabas lento y despacio una y otra vez, sintiendo el dolor que creías que ella también sentía. Lloraron juntas. Secó tus lágrimas desnudas con su lengua áspera y maloliente, pero no te molestó, al contrario, la abrazaste fuerte por un largo rato. Reservaste tus últimas lágrimas y luego de un leve gemido sacaste la cuchara, el encendedor y una jeringuilla. La perra, observó cuando utilizabas tus más preciados tesoros para continuar… para recuperar el alma.

lunes, 16 de febrero de 2009

La vida eterna

¿Ya? ¿Ya fuiste al tocador? Tenías tanto apuro de ir que volaste. Y, ¿te tocaron mucho? Parece que sí, pues tienes marcas en tu piel. Mejor quítatelas, pensarán que estás loco y ya bastante gente piensa que eres extraño. Lo que no saben es que tienes el corazón de un niño. No te sorprendas, lo vi sobre tu escritorio en un frasco de cristal. También se cómo lo obtuviste.
Era una tarde exquisitamente fresca cuando decidiste que querías ser inmortal. Estabas con Escorpión, una iguana verde y grande que se convirtió en tu inseparable compañera. Te entretenías pintando un paisaje surrealista cuando te diste cuenta que no tenías suficiente pintura roja. Escorpión te miró, como si supiera lo que estaba en tu mente: tú lo miraste como si fuera pintura de óleo. Fue entonces cuando fuiste a la cocina, tomaste un cuchillo pequeño y suficientemente filoso, agarraste fuertemente a la iguana por el torso, y le cortaste la cola; luego encerraste al animal en su jaula. Se movía tanto que parecía un globo cuando le sueltan el nudo. Usaste la cola de pincel y terminaste tu exótico paisaje. Llegaste a la conclusión de que Lago oscuro, como llamaste a tu cuadro, se había convertido en tu mejor obra. Fue ahí mismo también cuando te vino la idea de comer corazones de niños para dejar de ser un simple mortal.
Alucinaste con la vida eterna. Desarrollaste sentidos absurdos e idea exageradas respecto a la limpieza. Rehusabas tocar superficies ya que pensabas que estaban llenas de gérmenes. Creías ver microbios en todas partes. No salías sin guantes ni jabones antibacteriales. Te bañabas con yodo, dizque para desinfectar tu cuerpo. Te dejaste crecer el pelo sin ningún límite. Te alejaste de todos para llevar a cabo tu único objetivo. Estudiaste cada niño que conocías para ver si cumplían con los estándares de tus requisitos: saludables, talentosos y pelirrojos.
En una de tus solitarias salidas nocturnas conociste a Li, una pirómana que no experimentaba miedos y salía en busca de emociones fuertes. Al poco tiempo hicieron la pareja perfecta: para ninguno la relación tenía significado y ambos eran manipuladores y explotadores. Le contaste tu idea respecto a la inmortalidad, a ella le pareció fascinante a lo cual te sugirió dar clases de arte a niños. Le tomaste la palabra y enseguida solicitaste trabajo en Kinder-Arte. Debido a tu gracia, talento, estudios y referencias, no tardaron mucho en darte el puesto.
Tus estudiantes eran de cuatro y cinco años. El primer día que los viste, los observaste minuciosamente. A pesar de que todos parecían saludables, entrevistaste a sus padres para conocer mejor a los chiquillos, pero lo más que te llamó la atención es que de diez, sólo uno era pelirrojo, Isaac.
Isaac cumplía con todas tus expectativas. Pensaste que te ayudaría un paso más para dejar de ser mortal. Era brillante, talentoso, atento y su cabellera parecía una zanahoria. Querías el corazón de Isaac, lo que no sabías es que ya te lo habías ganado. El pecosito te adoraba, decía que eras su maestro favorito y disfrutaba al máximo de tus clases. Por razones obvias, él también se convirtió en tu estudiante preferido.
La idea de la inmortalidad te tenía ansioso, era lo único que pasaba por tu mente. Querías empezar ya. Hablaste con Li para que se llevara a Isaac el viernes por la tarde. Cuando la madre de Isaac lo fue a recoger, le dijiste que el padre ya lo había hecho, como había sucedido en ocasiones anteriores. Li había engañado al niño diciéndole que lo llevaría a comer helado, pero que tenía que entrar en un bulto para salir de allí. El niño sin protestar accedió, como si se tratara de un juego. Se lo llevó para una solitaria casa de campo que tiene su familia, y nadie frecuenta, en Yauco.
Llegaste preparado: gasas, tijeras, marcadores, guantes, alcohol, soga, frascos, agujas, cuchillos... hasta una pala. Te molestaste, ya que encontraste al niño inconciente sobre una mesa y a Li acostada, frente a una fogata que había hecho, en el patio de la casa, tocándose, extasiada... dándose placer. Tomaste a Isaac en tus brazos y lo llevaste a una de las habitaciones. Le quitaste la camisa y la oliste. Sentiste al aroma a Nenuco. Le marcaste el pecho, te pusiste los guantes y tomaste el cuchillo. Pasaste el cuchillo por tu lengua, para corroborar que estuviera lo suficientemente filoso. Tragaste de tu sangre. Con expresión seria y definida de lo que querías hacer, penetraste el cuchillo en el pequeño y huesudo pecho del niñito. Isaac abrió los ojos y suspiró profundo. Te miró... soltó varias lágrimas. Continuó mirándote hasta que su mirada se perdió dentro de la tuya. Sentiste que habías inhalado su alma. Penetraste más profundo. Disfrutabas de escuchar su piel rompiéndose. Finalmente, abriste el pecho en su totalidad y tomaste su tierno corazón.

miércoles, 7 de enero de 2009

Viaje virtual

Él dejó todo cuando lo aceptaron en la Universidad de Arquitectura de Boston. Tan pronto se enteró se mudó, mucho antes de que le empezaran las clases. Estaba contento. Empezó una nueva vida. Pensó que todo le iría tal como lo había planeado. Que haría amistades, conseguiría trabajo, le iría bien en sus clases. Quiso disfrutarse ese verano a plenitud. Paseó por la ciudad. Visitó el Museo de Bellas Artes. Fue al cine. Siempre estaba solo. No conocía a nadie. Intentó interactuar con sus vecinos, pero ante sus saludos cordiales, lo ignoraban.

Pasaron semanas y día a día sintió la soledad. Disminuyeron sus salidas. Desconfiaba de todos. Apenas llamaba a su familia y cuando lo hacía era vía correo electrónico. Navegaba horas largas en el Internet. Chateaba con desconocidos de todas partes del mundo. Empezó a crear historias fantásticas de su vida, ilusiones con sus nuevos amigos del mundo cibernético. Mujeres irreales se convirtieron en su debilidad. No le importaba pasar toda la noche despierto hablando con una de estas. Les pedía fotos, aunque sabía que las que le enviaban correspondían a modelos famosas.
En una de esas navegaciones encontró a Azúcar. Le llamó la atención su interesante página virtual. Tenía una breve descripción de su personalidad, sus películas favoritas y varias fotos de ella compartiendo en distintos clubes sociales. Le pareció real. Le envió un mensaje:

“Amiga, ¿de dónde eres? Suenas interesante.”
Varios días más tarde, Azúcar le contesta:
“Saludos. No lo tome mal pero no le conozco. Esta página la creé estrictamente para la organización de mi club de literatura. Cómo comprenderá no socializo con extraños. Si es que me equivoco, refrésqueme la memoria y disculpe. Atentamente, Azúcar.”

Al joven solitario le sorprendió mucho la respuesta de la desconocida. Nunca le habían rechazado una propuesta cibernética amistosa. Luego de mucho pensar, de escribir y de borrar le replicó:
“Estimada Azúcar: No quise ofenderle en ningún momento. La verdad es que no la conozco. Su página me motivó a escribirle, a parte de que encuentro que es bellísima y su mirada me parece impactante. Entiendo perfectamente su preocupación y discúlpeme a mí si le molesté. Atentamente, Diego.”
Diego por primera vez escribía su nombre real.
Por su parte, Azúcar, quién era una mujer recta e inteligente, al leer el mensaje se conmovió. Estaba tan concentrada en su trabajo, sus estudios y demás detalles personales, que ya había olvidado cuándo fue la última vez que alguien la llamó bella. Lo pensó mucho, pero al final se decidió en contestarle. En un tono tímido, le solicitó que le hablara sobre él. A Diego le inspiró confianza su mensaje y poco a poco le fue contando sobre sí. Así comenzó la amistad hasta que se hicieron novios cibernéticos. Chateaban horas. Intercambiaban fotos. Ella le escribía de sus dramas en el trabajo, de sus amistades, su club literario y sus estudios. Él sabía cuándo ella tenía exámenes, sus horarios de jornada laboral y a qué hora la podía encontrar en el chat. Ella conocía su humor, estados de ánimo, los días que él salía a hacer compras, sus domingos de ver juegos de fútbol…

La relación fue progresando. Diego le dio su número telefónico y dirección postal. Azúcar le enviaba cartas de amor con muchos besos. Lo llamaba todos los días y le pedía que se conectara durante la noche. Decidieron que era tiempo de verse. No podían esperar. Imaginaban que el encuentro de ambos iba a ser intenso. Coincidían que lo primero sería un abrazo de media hora, seguido por un explosivo beso que los llevaría al espacio. Todos los días hablaban de lo mismo.

-Cuando te vea te voy a abrazar tan duro que te va a doler –le decía Azúcar.
-¿Ah, si? –le contestaba Diego.
-Si.
-Pues, cuando yo te vea te voy a dar un beso bien sonao’ y no voy a dejar que me sueltes.
-¿Ah, no?
-No.
-Pues mejor. Porque yo no te pensaba soltar de todos modos.
-Entonces tendremos que irnos caminando pegados.
-Está bien. Pero si no estamos caminando no te voy a dejar quieto. Te voy a estar dando miles de besos.
-¡Qué rico! Pues yo te voy a besar cómo si no te fuera a ver nunca más.
-¿Qué? ¿Piensa desaparecer?
-¡Claro que no! Ahora que te encontré, no pienso dejarte ir.
-Te quiero mucho.
-Yo te quiero más.
-No, yo.
-¡Yo!

Y así pasaban horas, con la misma conversación una y otra vez. Planearon todo, mil veces. Hasta que Diego compró el boleto de avión. Quedaron en encontrarse el jueves 24 de octubre a las ocho de la noche en el Hotel Caribe Hilton. Acordaron que pasarían juntos el fin de semana.

El 23 Diego no pudo dormir. Estaba loco porque fuera jueves. Por el otro lado, Azúcar tampoco durmió. Su mente se llenó de ideas variadas, nervios y dudas.

Por fin llegó la noche acordada. Diego se instaló en el hotel y ambientó la habitación para recibir a Azúcar. Colocó velas, flores y además le tenía un regalo sorpresa. Estaba agitado, inquieto. No dejaba de caminar de un lado a otro. Miraba por la mirilla de la puerta una y otra vez.

Eran las ocho en punto. Azúcar no había llegado. Pensó que las mujeres siempre se demoran. Seguía ansioso. Se sentaba. Se paraba. Acomodaba la habitación. Volvía a sentarse.

A las nueve Diego se sintió preocupado. Azúcar no había llamado y él no tenía forma de localizarla. Ella no contestaba su teléfono. A las 11:30 él ya había preguntado en recepción, como doce veces, si alguien le había procurado.

Ya era viernes, 25 de octubre. Azúcar nunca llegó. El jueves 24 estuvo disfrutando de una cena familiar con su esposo e hijos.