lunes, 16 de febrero de 2009

La vida eterna

¿Ya? ¿Ya fuiste al tocador? Tenías tanto apuro de ir que volaste. Y, ¿te tocaron mucho? Parece que sí, pues tienes marcas en tu piel. Mejor quítatelas, pensarán que estás loco y ya bastante gente piensa que eres extraño. Lo que no saben es que tienes el corazón de un niño. No te sorprendas, lo vi sobre tu escritorio en un frasco de cristal. También se cómo lo obtuviste.
Era una tarde exquisitamente fresca cuando decidiste que querías ser inmortal. Estabas con Escorpión, una iguana verde y grande que se convirtió en tu inseparable compañera. Te entretenías pintando un paisaje surrealista cuando te diste cuenta que no tenías suficiente pintura roja. Escorpión te miró, como si supiera lo que estaba en tu mente: tú lo miraste como si fuera pintura de óleo. Fue entonces cuando fuiste a la cocina, tomaste un cuchillo pequeño y suficientemente filoso, agarraste fuertemente a la iguana por el torso, y le cortaste la cola; luego encerraste al animal en su jaula. Se movía tanto que parecía un globo cuando le sueltan el nudo. Usaste la cola de pincel y terminaste tu exótico paisaje. Llegaste a la conclusión de que Lago oscuro, como llamaste a tu cuadro, se había convertido en tu mejor obra. Fue ahí mismo también cuando te vino la idea de comer corazones de niños para dejar de ser un simple mortal.
Alucinaste con la vida eterna. Desarrollaste sentidos absurdos e idea exageradas respecto a la limpieza. Rehusabas tocar superficies ya que pensabas que estaban llenas de gérmenes. Creías ver microbios en todas partes. No salías sin guantes ni jabones antibacteriales. Te bañabas con yodo, dizque para desinfectar tu cuerpo. Te dejaste crecer el pelo sin ningún límite. Te alejaste de todos para llevar a cabo tu único objetivo. Estudiaste cada niño que conocías para ver si cumplían con los estándares de tus requisitos: saludables, talentosos y pelirrojos.
En una de tus solitarias salidas nocturnas conociste a Li, una pirómana que no experimentaba miedos y salía en busca de emociones fuertes. Al poco tiempo hicieron la pareja perfecta: para ninguno la relación tenía significado y ambos eran manipuladores y explotadores. Le contaste tu idea respecto a la inmortalidad, a ella le pareció fascinante a lo cual te sugirió dar clases de arte a niños. Le tomaste la palabra y enseguida solicitaste trabajo en Kinder-Arte. Debido a tu gracia, talento, estudios y referencias, no tardaron mucho en darte el puesto.
Tus estudiantes eran de cuatro y cinco años. El primer día que los viste, los observaste minuciosamente. A pesar de que todos parecían saludables, entrevistaste a sus padres para conocer mejor a los chiquillos, pero lo más que te llamó la atención es que de diez, sólo uno era pelirrojo, Isaac.
Isaac cumplía con todas tus expectativas. Pensaste que te ayudaría un paso más para dejar de ser mortal. Era brillante, talentoso, atento y su cabellera parecía una zanahoria. Querías el corazón de Isaac, lo que no sabías es que ya te lo habías ganado. El pecosito te adoraba, decía que eras su maestro favorito y disfrutaba al máximo de tus clases. Por razones obvias, él también se convirtió en tu estudiante preferido.
La idea de la inmortalidad te tenía ansioso, era lo único que pasaba por tu mente. Querías empezar ya. Hablaste con Li para que se llevara a Isaac el viernes por la tarde. Cuando la madre de Isaac lo fue a recoger, le dijiste que el padre ya lo había hecho, como había sucedido en ocasiones anteriores. Li había engañado al niño diciéndole que lo llevaría a comer helado, pero que tenía que entrar en un bulto para salir de allí. El niño sin protestar accedió, como si se tratara de un juego. Se lo llevó para una solitaria casa de campo que tiene su familia, y nadie frecuenta, en Yauco.
Llegaste preparado: gasas, tijeras, marcadores, guantes, alcohol, soga, frascos, agujas, cuchillos... hasta una pala. Te molestaste, ya que encontraste al niño inconciente sobre una mesa y a Li acostada, frente a una fogata que había hecho, en el patio de la casa, tocándose, extasiada... dándose placer. Tomaste a Isaac en tus brazos y lo llevaste a una de las habitaciones. Le quitaste la camisa y la oliste. Sentiste al aroma a Nenuco. Le marcaste el pecho, te pusiste los guantes y tomaste el cuchillo. Pasaste el cuchillo por tu lengua, para corroborar que estuviera lo suficientemente filoso. Tragaste de tu sangre. Con expresión seria y definida de lo que querías hacer, penetraste el cuchillo en el pequeño y huesudo pecho del niñito. Isaac abrió los ojos y suspiró profundo. Te miró... soltó varias lágrimas. Continuó mirándote hasta que su mirada se perdió dentro de la tuya. Sentiste que habías inhalado su alma. Penetraste más profundo. Disfrutabas de escuchar su piel rompiéndose. Finalmente, abriste el pecho en su totalidad y tomaste su tierno corazón.

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