miércoles, 24 de septiembre de 2008

Jugar con mariposas

Vivo en una nube. No pienso mudarme. El cartero me dice que baje, ya que se le hace difícil llegar hasta acá. Él es el único que viene, siempre estoy soleá, por eso soy negrita.
A la gente en la calle le gusta pegarme el vellón y a mí no me molesta porque siempre estoy pelá. Ando buscando novio que me baje de la nube. Ya le tengo el ojo echau’ a alguien que me trae loquita, pero a él no le gustan las negritas. Voy a tener que correrlo hasta que me devuelva el ojo, porque ya me estoy quedando ciega. Creo que cuando salga de esto necesitaré espejuelos.
Ya han pasado trescientos cuarenta y dos mil quinientos días y un rubio me echó una ojeada cuando el viento macho me levantó la falda. Dijo que quería subir a la nube conmigo y yo pues, encantada de tener compañía. Allí estuvimos seis meses sin salir, sin comer, sólo riéndonos al jugar con mariposas.
Ya pisamos tierra y seguimos felices.

La señora del teléfono público

La señora del teléfono público pasaba las yemas de sus dedos por sus enrojecidos párpados y las gotas de lágrimas parecían sudor. En su espalda tenía una desgastada mochila y de zipper roto, que revelaba la ropa que llevaba en ella. A su izquierda le esperaban dos bolsas plásticas selladas con un nudo, que mostraban más de sus pertenencias, y a su derecha una niña pequeña, su hija. Llevaba puesta una camiseta color amarilla de dos veces su tamaño, un mahón roto y sandalias abiertas. Con sus cabellos levemente revueltos, trataba de controlar el llanto y mantener una conversación telefónica. Hacía múltiples ademanes, como si tuviese de frente a su receptor, gritaba, ignoraba las exclamaciones de asombro y lástima de los que presenciaban su breve conversación.

-¿A quién puñeta le cortaron la luz? ¿Ah? ¿Quién puñeta se quedó en la calle? A ti no te importa nada. Tú no te vas a quedar con ella. Voy ahora mismo para tu casa, no me importa que me boten. ¡La voy a matar!

Tuvo un silencio de cuatro segundos y continuó:

-¡Eres un hipócrita! ¿Por qué carajos me haces esto?

Mientras la niñita brincaba y corría por los predios del terminal de guaguas públicas, la señora levantaba cada vez más la voz.

-Y entonces, ¿qué hago yo? Sabes una cosa, ¡púdrete! Te odio. Vete al diablo, porque yo…, jelou, jelou?...

Se le acabó el tiempo en el teléfono. Quiso volver a llamar, pero las pocas monedas que le quedaban no le alcanzaban. Recogió todas sus cosas y se marchó.

Los enfermos

Desde que llegué Martín no ha parado de hablar. Es un hombre con mucha energía, cosa que me sorprende ya que los tres estamos con los mismos tratamientos. ¿Ramírez? Parece que duerme o simplemente lo está ignorando. ¡Ah, ya viene Martín de nuevo!

-Psss, disculpe, ¿a qué hora es que le toca la radioterapia? La mía fue esta mañana y ahora estoy con unas diarreas… perdone que sea tan gráfico, pero usted sabe cómo es esto. Martín, ese es mi nombre. Ya se lo había dicho, ¿no? –se detiene por un momento y entonces reacciona con un tono de picardía–. ¡Avemaría! El banquete que se está perdiendo. Enfermera, necesito que me ayude a ir al baño. ¡Tengo una quemazón!

A juzgar por el celaje, su voz y su olor, la enfermera tiene que ser guapa. Escucho el movimiento de sábanas. Creo que el señor Ramírez está despertando.

-¿Se fue Martín?

-Está en el baño.

-Dios mío, ¡pero qué mucho habla! Apenas puedo descansar. No sé cómo usted lo aguanta –dijo.

-¿Qué no aguanta? –replica Martín mientras la enfermera lo ayuda a acostarse nuevamente.

-Mi ceguera. El Sr. Ramírez hablaba de mi ceguera.

-¡Ramírez! Un placer. Martín para servirle.

Al parecer el otro no le quiso responder.

-A éste yo creo que lo tienen endrogado, ya se durmió de nuevo –dijo en voz baja-. Sobre su ceguera no se preocupe, yo seré sus ojos. Vamo’a ver qué está pasando allá abajo. Voy a mover la cortina. Ya está. ¡Sendas mujeronas! Hay dos. Una morenaza en mini falda. ¡Arroz que carne hay! La otra es mayorcita pero se le puede meter mano. Escoja una. ¿Cuál quiere?

-Bueno, déme la joven. Ja ja… si me oye mi mujer.

-Pues me toca la vieja. Pero esa doñita se ve bien. Esta zona, siempre con tapón. ¡Coño, acaban de chocar dos guaguas! Está la gente molesta, porque ahora hay más tapón todavía. El conductor de una de las guaguas se está se está bajando… una mujer. ¡Tenía que ser! ¡Ja ja! Ahora bajando el moco, ah. El tipo está sequecito, lo que hace es mirarla de arriba’ bajo. A la verdad que la gente es bien presentá. Hay como quince pelagatos que quieren ver. Bendito sea el señor, sálganse del medio. El día es hermoso. Parece que afuera hace mucho calor.

-Y nosotros aquí en frío.

-Así es.

Después de todo Martín es gracioso, simpático y agradable; pero sobre todo sato.

-¡Titerón! Yo sé qué es lo que te gusta escuchar, ¿ah? Precisamente por ahí viene la enfermera que es un bombón.

-Compórtese Martín –le dice la joven-. Vamos, bájese los calzones, que le toca la inyección.

-Pero mamita, tráteme con delicadeza…

-Y para mí, ¿no hay inyección? Creo que también me toca. Ven, ayúdame con mis calzones.

-Enfermos –dijo el Sr. Ramírez.

El chef

Todas las noches se acuesta tarde. Piensa en un buen menú. Limpia su cocina y hace preparativo para comenzar temprano al día siguiente. Sus clientes exigen puntualidad. Nunca falla, a las once de la mañana tiene todo listo. Pero esta noche se siente ansioso. Camina desde la mesa de comedor hasta la estufa, verifica que está apagada, va a la nevera, la abre y mira su interior. La cierra. Vuelve a la estufa y toca los botones, cerciorándose de que está debidamente apagada. Regresa a la nevera, la abre y vuelve a dar una ojeada sin sacar nada. La cierra y camina hasta la sala. Lee la notificación que le llegó del tribunal. Estruja la hoja de papel y la tira al suelo.

Camina a su cuarto, se acuesta en la cama y enciende el televisor para quedarse dormido. Han pasado dos horas y media y no ha podido dormir. Levanta el teléfono y marca el número de Maribel. “Contesta, contesta, contesta, por favor contesta…”

-Hola, sea quien sea, estas no son horas de estar llamando –dijo con voz soñolienta.

-Maribel, soy yo, Arturo.

-¿Qué quieres?

-Saber cómo estás.

-Para eso me llamas a las dos y media de la mañana. ¿No pudiste esperar unas cuantas horas más? Ay.., adiós.

-Por favor no cuelgues, escúchame. ¿No has pensado en mí? ¿Ni siquiera un poquito?

Poco a poco la voz de Arturo se tornaba temblorosa.

-¿Qué? Arturo, ya hemos hablado de esto y la verdad es que no estoy en el ánimo de tener la misma conversación. Tengo sueño. Hazme un favor, ¿si? ¡No me llames más!

-Necesito un favor. Maribel, hola, hola…

No le quedó más remedio que colgar el teléfono. Temblando, Arturo busca un cigarrillo. Lo enciende. Fuma y piensa en Maribel. Vuelve y le marca pero ella no responde. Se sienta, se rasca la cabeza y con el cigarrillo en mano se seca las diez lágrimas de su cara. Son las seis de la mañana. Tiene que empezar a cocinar. El menú de hoy es sopa de camarones con arroz blanco y chuletas a la jardinera con puré de papa. Como siempre, termina a tiempo.

Va al baño, se asea, se viste con su uniforme de chef y sale a la calle a vender los almuerzos que con tanta pasión preparó en la cocina de su pequeño apartamento. Los vende todos. Regresa, sintiéndose cansado. Va al botiquín y toma varios medicamentos que su psiquiatra le había recetado pero él entendía que no los necesitaba hasta hoy, que se siente agotado y quiere descansar. Toma dos prozac, una zoloft, una zoldipiem, dos lithium, y una clonazepam intentando poder dormir. Vuelve a la sala, recoge el papel que había estrujado la noche anterior y lo lee. Estaba en un agujero y pensaba que no conseguiría salir. Quiso llamar a Maribel pero no tenía fuerza para levantar el brazo. Todo se tornó oscuro y al fin se sintió feliz.

Al día siguiente, Maribel llega al apartamento de Arturo. Le toca la puerta y nadie contesta. La empuja y entra. Arturo había dejado la cerradura abierta. Lo encuentra con el aviso de desahucio en su mano izquierda y la otra en la hornilla prendida.

-Arturo, ¿qué haces?

-Debo cuatro meses de renta. ¿No te parece rico el olor a carne?

Una buena despedida

Me envió un mensaje de texto que decía “no t kiero cmo tú a mí”. Le contesté con una carita triste.